Es el amor un instinto -ó una respuesta biológica- producto de la evolución?


La evolución impregna rasgos de los cuales no podemos desvincularnos, aunque muchas veces podamos intentar dejarlos atrás debido a nuestro razonamiento, o que muchas veces no seamos capaces de darnos cuenta de que condicionan nuestra forma de vivir. Tal como me contaba Jufer, en Perú se le conocía el niño de oro de la biología peruana, esta claro que a nivel biológico tenemos ciertos miedos que venimos heredando de épocas ancentrales: nuestro miedo a las alturas, el miedo a los reptiles, etc. Pero: ¿cómo ha condicionado nuestra evolución lo que cotidianamente entendemos como amor? ¿El amor realmente existe ó es sólo un aporte biológico producto de nuestra evolución? El hombre no deja de ser un mamífero, y como tal se adapta a su entorno y su sexualidad tiene que cumplir sin duda la procreación para garantizar que se transmiten las características genéticas.

Todos hemos ido evolucionando, tanto plantas como animales para garantizar nuestra supervivencia. En el caso de las flores, la orquidea es uno de esos experimentos de la naturaleza más hermosos: ha evolucionado para ser un verdadero parque de atracciones para los insectos, para garantizarse el polen de otras orquideas y que se lleven de la que visitan.

En el caso de los animales también es evidente que dentro de una misma especie hay estructuras corporales que se encuentran en los individuos de un sexo pero no en los del otro y que tienen la virtud de atraer a potenciales parejas sexuales o evitar a posibles rivales. Este fenómeno se llama dimorfismo sexual, y está muy relacionado con las actividades de cortejo y la capacidad de inversión de los machos en las crías.

Intentaré, sin marear demasiado, el por qué digo que el diformismo sexual condiciona el cortejo entre hembras y machos (con independencia de la especie y me centro en la humana) y por qué para los machos es una inversión cuidar de sus crías (léase hijos o crios). Para las hembras, practicar el sexo tiene una consecuencia: la(s) cria(s). Además, la carga energética de un ovulo es varios cientos veces superior a las de un hombre, tanto así que normalmente el número de óvulos en una hembra es limitado. Por eso las hembras deben cuidar con quien lo hacen, porque invierten mucho y si no lo hacen con el macho apropiado, su inversión es una ruina.

En el caso de los machos es distinto: los espermatozoides, hablando energéticamente, es un gasto miserable comparado con los óvulos, así que pueden ir regalándolos a todas las hembras dispuestas a aceptar su carga genética. Pero para ciertos machos existe una complicación: que las hembras necesiten la ayuda de los machos para poder asegurar la supervivencia de la prole. En ese caso, el coste energético del macho se vuelve casi igual al de la parienta, porque tiene que buscar comida tanto para él como para la familia. En el caso de los que no se hacen cargo de las crias, pues eso, que van regalando su carga genética a toda hembra que puedan. Sólo tienen que preocuparse de ellos.

En el caso de los hombres, como la carga energética necesaria para la reproducción es tan insignificante, tiene que ser algo caro el conseguir mantener una relación sexual. Y no me refiero caro en el sentido de que es necesario pagar una puta de lujo. Me refiero a que no debería sernos muy sencillo, lo que implica que alguno hay que se va de este mundo sin catar nada de nada, o tiene que pagar para conseguirlo. En el mundo animal, vemos como los machos se consumen en batallas para conseguirlo, o en tener vistosos colores y son verdaderos artistas para atraer a las hembras. Lo cual me lleva a pensar que podría ser esta una de las causas por las que los machos beligerantes, coquetos y artistas son infieles e irresponsables con la prole: gastan sus energías en cortejar, así que no tienen energía para encargarse de los crios. Pero esto puede ser motivo de otra reflexión. Esta competencia, lamentablemente para los machos y para alegria de las hembras, pone el listón cada vez más alto y asi se garantiza que los mejores genes van de generación en generación.

En el caso de los machos que se dedican a los crios, la situación es totalmente distinta. Cada macho que ejerce de padre es realmente valioso y no necesita ser bello y exhibirse. Apenas hay dimorfismo en las especies con buenos padres. Son modestos y discretos porque cuando se trabaja duro con los bebés no hay tiempo para infidelidades, coqueteos y batallitas. La cercanía de las crías, además, los obliga a mantener el incógnito para no llamar la atención de los depredadores. En estas especies, antes del apareamiento tiene lugar un cortejo elaborado en el que participan macho y hembra y que refuerza el vínculo para que dure, al menos, hasta que las crías maduren. Además, dado que la hembra va a arriesgarse poniendo unos cuantos huevos valiosos, o dando a luz una o varias crías, demora la cópula prudentemente hasta que el macho deposita una fianza en forma de cosas útiles y prácticas, como cebarla, construir un nido o madriguera o aportar un buen territorio de caza. Sólo entonces la novia le concede su mano, o su pata. Tal condición, impuesta por todas las hembras de una especie, restringe la poligamia.

Entre los mamíferos, la monogamia es casi una rareza. Las hembras lograron solucionar el problema del hambre infantil sin la ayuda del macho: fabricando leche. En ese periodo de lactancia, pocos machos mamíferos tienen alguna tarea importante que realizar alrededor de las hembras y sus crías. Es más, pueden ser peligrosos debido a esa manía que tienen de cargarse a las crías de otros. Por lo tanto, ¿para qué establecer vínculos duraderos de pareja?

Aunque, hay que reconocerlo, hay mamíferos que conocen el enamoramiento. El castor, fiel hasta su muerte, muestra una atracción hacia su pareja que no está relacionada con una cópula inmediata. El ratón de campo también parece arrobado con su ratona, que probablemente le necesita desesperadamente para que la ayude con su enorme cantidad de crías. También se forman parejas y se encuentran buenos padres entre los primates. Los tamarinos y los titís transportan a las crías, y se ha descubierto que sus niveles de prolactina aumentan después de cuidar de sus hijos. Una de las explicaciones del papel del macho en estas dos especies es que las hembras suelen dar a luz gemelos y la madre no puede criarlos ella sola. Pero entre los primates más próximos a nosotros, ofrecer la exclusiva sexual y ser un buen padre es un fenómeno rarísimo.

En el caso de los seres humanos, por lo que se sabe, los primeros homínidos eran casi el doble de grandes que las hembras, pero hace 1,9 millones de años el dimorfismo ya era considerablemente menor, señal de que las mujeres llevaban mejor vida, o de que los hombres no la llevaban tan libertina como antes. Además, los testículos se iban reduciendo. Nuestro linaje en la naturaleza se hacía monógamo. La monogamia implicó al macho humano en la estrategia de gran inversión de la hembra humana en sus crías, y eso permitió que el cerebro humano empezara a crecer a gran velocidad, de generación en generación.

La primera gran evolución de la mujer, fue ocultar el celo. Con este hecho, ya podía negociar con los hombres que les interesaba cuando echar un polvete en vez de ir mostrando las bragas a todos los machos, para ver quien le hacía un favor. Pero parece ser que en nuestra evolución la naturaleza no ha encontrado perfecto este avance: Si bien la negociación ha sido un gran avance, había que atar al macho con más fuerza para que no pensara en infidelidades  se dedicara también al cuidado del crio.

Creo que la sabia madre naturaleza creo algo que nosotros hemos llamado AMOR. El amor está considerado el más poderoso de todos los sentimientos, capaz de superar cualquier necesidad o instinto, incluido el de supervivencia.

¿Pero podemos, entonces, asegurar que el amor es un instinto y la monogamia no? Los seres humanos estamos preparados para aprender culturalmente las relaciones que son genéticamente ventajosas, de modo que, si concedemos que el enamoramiento en una pareja tiene ventajas genéticas, debemos orientarnos hacia la hipótesis de que estamos ante una adaptación evolutiva e investigar su origen como tal.

Con certeza, el amor tiene mucho que ver con la fidelidad que se profesan las parejas en las especies monógamas. Fijaos bien: la regla general para el reino animal es que no hay monogamia en las especies en que las hembras pueden criar a sus hijos por sí mismas con la misma eficacia con que lo harían con ayuda de los machos. Las hembras humanas fabrican leche, pero aun así, las crías necesitan padre. Enamorarse es bueno para nuestra especie porque el amor tiene la ventaja de que, mientras dura, nos vuelve subjetivos con respecto a nuestra pareja y pliega nuestra voluntad de tal manera, que casi borra la falta de complementariedad de los sexos y tiende una encantadora trampa para dejar a la pareja comprometida en la crianza de los hijos.

El amor compartido mantiene a los enamorados relajados y ajenos a otras expectativas sexuales que pondrían en juego la estabilidad de la familia. Si observamos el efecto del enamoramiento en la pareja humana, vemos enseguida que anula en gran medida la infidelidad. Igual que los actores, los futbolistas y los millonarios, que, aunque podrían disponer de muchas mujeres, la mayoría de ellos acaban enamorados y casados, al menos durante un tiempo.

Nadie sabe si es 100% seguro, pero todo parece indicar que existe un vínculo entre el enamoramiento y nuestra biología. Jankowiak y Fischer estudiaron en 1992 un total de 166 culturas etnográficas contemporáneas, muchas de las cuales vivían de espaldas al enamoramiento porque seguían modelos de emparejamiento que no tienen en consideración los sentimientos. Como el amor no es una experiencia mística sino que está asociado con una serie de indicadores psicológicos, físicos y de comportamiento muy específicos, los investigadores elaboraron cuestionarios para medir respuestas como la pérdida de apetito, el olvido del propio interés, la dependencia emocional del objeto amoroso, el pensamiento obsesivo, la euforia, la atención exclusiva y, vamos, toda esa gilipollez que te invade cuando te enamoras. Bueno, pues ninguna sociedad, entre las estudiadas por estos señores, ignoraba tales sentimientos.

Según el sociobiólogo Edgard O. Wilson, las emociones ligadas al sexo, reconocibles en todas las culturas humanas y desconocidas para nuestros parientes los chimpancés, nos llevan a creer, razonablemente, que el amor sexual y la satisfacción emocional de la vida familiar humana se basan en mecanismos capacitadores de la fisiología del cerebro. “Si es un instinto, tiene que haber un factor hereditario que dé lugar a un cambio físico o químico en nuestros cerebros cuando nos enamoramos”. Si es un instinto, el amor se añadió al sexo como un refuerzo, pero luego resultó ser un invento tan genial que lo superó.

Reconocemos la existencia del amor a través de los siglos, desde la tumba del Neolítico que fue descubierta en Mantua en 2007 en la que yacía una pareja de esqueletos entrelazados en un abrazo, pasando por los cantares de la Biblia, los escritos de los poetas clásicos, la corte de Leonor de Aquitania, el Romanticismo, etc. Siempre sobreviviendo y resurgiendo una y otra vez, por encima del embrutecimiento, la ignorancia, la mugre, las guerras y la peste. Porque raro ha sido el momento histórico en el que se ha fomentado el amor. Más extraño resulta que sobreviva después de haber pasado, durante el siglo XX, por revoluciones socialistas, feministas y sexuales que se dieron el gustazo de masacrar sistemáticamente toda sensibilidad romántica o amorosa, porque la relación de dependencia mutua y la exigencia de fidelidad hacían del amor un poder contrarrevolucionario que tocaba mucho las narices.

En una investigación publicada hace poco en el Journal of Neurophysiology, realizada por expertos de la Universidad Estatal de Nueva York, se practicaron resonancias magnéticas cerebrales a individuos enamorados mientras se les mostraba la imagen de la persona amada. Algunas zonas del cerebro respondieron vigorosamente al estímulo, lo cual parece confirmar que el amor ha evolucionado como instinto. Sin embargo, la zona del cerebro implicada está asociada a los mecanismos de motivación y recompensa y no a las emociones o a los instintos, ni siquiera al sexual. De hecho, se halla muy alejada de la zona que regula la atracción sexual. Parece más bien un estado de urgencia biológica diferente y mucho más fuerte que el deseo sexual. Desde el punto de vista neurológico, está más cerca del hambre o la ansiedad que del estado emocional propio del afecto o de la excitación sexual.

La oxitocina es una hormona que, además de servir para fabricar orina y otras cosas, está muy ligada al sistema reproductor. Se libera durante el coito, estimula la contracción de los músculos uterinos durante el parto, está implicada en la secreción de la leche y es responsable, en parte, de las ataduras entre madres e hijos. Bueno, pues parece que el amor está estrechamente ligado a la oxitocina y a los receptores cerebrales de esta hormona. Esto se ha descubierto comparando los ratones de campo con los de monte. Los primeros forman parejas encantadoras que se miran a los ojos. Los machos son celosos, monógamos y cuidan a las crías. En cambio, los ratones de monte son muy cerriles, no se acuerdan ni de con quién tuvieron sexo y a los machos les importan un pito las crías. Pues bien, los ratones de campo tienen en el cerebro muchos más receptores de oxitocina que los ratones de monte. Y esto es curioso: si se bloquean los receptores de oxitocina en los ratones de campo, cambian sus patrones de conducta y se acaban los buenos modales y la poesía.

Si la oxitocina es la respuesta a la pregunta ¿por qué la gente sufre los arponazos de Cupido sin haberse comido una rosca ni haber liberado oxitocina en el coito? Seguramente hay mecanismos anteriores que producen expectativas y preparan para el amor, y esas expectativas toman cuerpo ante el objeto amoroso y se exacerban durante el cortejo. Por eso el amor depende tanto de la cultura.

El gran problema es que, al igual que ocurre con otros instintos o con otras conductas condicionadas por nuestra evolución, deberían haber individuos que parecen genéticamente inmunes al amor.


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