Un día de lluvia


Era un día de lluvia como otro cualquiera; me encontraba en el portal de mi casa viendo cómo la gente corría de un lado al otro; era agradable sentir las gotas mojándome, me hacia sentir libre por un momento.

De repente escuche un sonido, era mi móvil que estaba sonando; me refugié en un portal y me dispuse a mirar aquel aparato que no dejaba de sonar; era él con sus tonterías otra vez, no tenía ganas de más broncas, así que colgué y me encendí un cigarro. Pero a los 5 minutos otra vez el condenado cacharro sonando; por más que colgase, sabia que él seguiría insistiendo, así que no tuve más remedio que cogerlo.

– ¿Qué quieres?

– Estaba leyendo y me acordé de tí. ¿Sabes ya lo que me vas a regalar por mi cumpleaños?

– ¿Tengo que regalarte algo?, sabes que últimamente no voy bien de dinero.

– Pues sí, lo normal es que regales cosas en esas ocasiones.

– Ya, pero tu no haces cosas normales ¿por qué tendría que hacerlas yo?

Al oír esto colgó el móvil y no volví a saber nada más de él en una semana, la verdad que no me preocupaba; ¿por qué iba a importarme una persona que sólo piensa en ella misma y en cómo conseguir dinero para colocarse?

Eso me decía para intentar ocultar mis emociones, pero no daba resultado. Por desgracia, llevaba más de 3 años queriéndole y como la mayoría de veces él a mí no; sólo me veía como su gran amiga – eres como una hermana – solía decir, así que para dejar las cosas como estaban, decidí no decirle nada y seguir con el papel de amiga.

Y siguieron pasando los días y no tenia noticias de él; decidí llamarle para por lo menos saber que estaba bien. Busqué su móvil en la agenda y me dispuse a llamarle cuando, de repente, sonó el teléfono de mi casa.

– ¿Si?

– Hola cariño, cuánto tiempo sin hablar contigo, soy la madre de Marcos.

– ¡Anda! hola “suegrecilla”, ¿qué tal?

– Pues para qué mentirte, bastante mal

– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

– Ingresaron a Marcos; volvió a tener otra recaída y está en coma.

No me lo podía creer, otra vez la puñeteras drogas; cuando uno cree que estás curado, vueles otra vez a lo mismo.

– ¿En qué hospital está?, necesito verle.

– En el Hospital Virgen de la luz; planta 3ª, habitación 342.

– Vale, muchas gracias por avisarme, ahora nos vemos.

No pude seguir hablando más; me tiré en la cama mirando al techo como una tonta y pensando en por qué teníamos que discutir siempre por tonterías, como por ejemplo un regalo de cumpleaños. No se cuánto tiempo estuve en esa posición, horas, minutos o tal vez segundos; cuando me ponía a pensar no era consciente del tiempo y al final me terminé durmiendo.

Sonó otra vez el móvil; era mi madre que no venia a cenar y que me las apañase como pudiera con lo que había en la nevera como siempre; ya estaba harta de ella, pero no tenia ganas de hablar así que la colgué; me peiné un poco y me dispuse a coger el Metro, camino al hospital.

Los hospitales son los sitios más deprimentes en los que puedes entrar, así que fuí por los pasillos lo más rápido que pude. Debido a las veces que he tenido que entrar allí, ya me lo conocía como la palma de mi mano y llegué en muy poco tiempo a la habitación; toqué la puerta y entré.

Esa escena permanecerá siempre grabada en mi mente, no parecía él; estaba lleno de tubos por todas partes, pálido y más delgado que la última vez que lo ví; su madre no hacia más que llorar y apretarle la mano, pero él no reaccionaba. Sin darme cuenta, se ve vino el mundo encima, corrí hacia su cama y le abracé como pude, rompiendo a llorar.

Los días siguientes no pude dormir, tenía esa imagen todo el día en mi cabeza; el solo hecho de que pudiera morir me horrorizaba. Muchas veces bromeábamos sobre ello, pero esto iba en serio. Su estado no mejoraba y mis visitas se hacían cada vez más frecuentes, hasta el punto, de quedarme a dormir allí; me di cuenta, muy a mi pesar, de que no podía vivir sin él.

Al cabo del tiempo, volví a mi rutina normal, pero sin suprimir las visitas diarias al hospital. Estábamos ya en verano y estaba de vacaciones, así que mi familia planeó una escapadita a la playa; me negué a ir, pero no sirvió de nada así que, como pude hice la maleta, la metí en el coche y emprendimos el viaje.

Lo primero que hice al llegar fue bajarme a ver el mar; hacia un sol magnífico, me senté en la orilla a escuchar música; estaba tan ensimismada en mis cosas, que no me di cuenta de que el móvil había sonado varias veces; era la madre de Marcos. En ese momento sentí una oleada de sentimientos contradictorios entre ellos, no sabia qué pensar, así que cogí el móvil y la llamé.

– Hola Ester, cielo. ¿Qué querías?

– Marcos ha muerto.


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