Este artículo lo escribo en clave peruana, aunque es fácilmente aplicable a cualquier país. Y lo escribo en clave peruana porque en el mes de junio se tienen la segunda vuelta de las elecciones presidenciales y el candidato Ollanta Humala va a poner en peligro el crecimiento económico del Perú por algo tan sencillo como no entender por qué las empresas deben ganar dinero para crear riqueza y sacar al Perú del subdesarrollo.
Lo primero que tengo que reconocer, es que los beneficios astronómicos de algunas compañías como las mineras suelen desatar reacciones negativas entre el público. Si comparamos las cifras de negocio y las ganancias de cualquier gran empresa con el salario de cualquier trabajador corriente, la diferencia resulta inconmensurable. Tan es así que numerosos economistas a lo largo de la historia se han apresurado a explicarlos por la explotación más o menos descarada que las compañías ejercen sobre otros. Y así ha empezado el odio y resentimiento de los peruanos contra las mineras y cualquier otra empresa rentable, además de la envidia malsana que existe en Perú de unos contra otros.
La duda, con independencia de la mentalidad peruana, es en cualquier caso es razonable: ¿por qué las empresas ganan dinero? ¿Acaso no estaríamos todos mejor si esos beneficios se repartieran entre trabajadores, consumidores, proveedores y políticos? ¿Qué función desempeñan los beneficios? ¿por qué no forzamos a que repartan más beneficios las que más ganan vía el canón?
Para que puedan entenderme, lo primero es explicar qué es el interés. Creo no tergiversar demasiado si digo que el fenómeno del interés es uno de los peor entendidos en toda la ciencia económica. Para empezar, como el interés se paga en dinero y por el dinero, se ha generalizado la idea de que es un fenómeno enteramente monetario. Keynes pensaba que si se incrementaba lo suficiente la cantidad de dinero, el tipo de interés nominal podría caer al 0% de manera permanente. Sin embargo, piénselo un momento: ¿hay alguien que se endeude simplemente para atesorar el dinero? Es decir, ¿hay alguien que pida prestados 200.000 euros durante un año al 10% simplemente para guardarlos debajo del colchón? Sería un poco absurdo, porque pasado el año debería devolver 220.000 euros. He ahí el primer error, cuando demandamos crédito estamos demandando, no dinero, sino bienes y servicios. El dinero es sólo el medio necesario para, en esta sociedad monetaria nuestra, comprar esos bienes y servicios. O dicho de otra manera, cuando pedimos una hipoteca queremos, en realidad, una casa; cuando pedimos un préstamo al consumo queremos, en realidad, un carro o pagarnos un viaje; cuando pedimos un préstamo empresarial queremos, en realidad, fichar a trabajadores, comprar maquinaria, contratar el suministro eléctrico, etc.
Imagine que mucha otra gente desea comprar la misma casa, el mismo carro o contratar a los mismos factores productivos. ¿Cómo decidimos quién se los queda? Básicamente a través del sistema de precios: aquellos que estén dispuestos a ofrecer más por esos bienes y servicios serán quienes los captarán. Pero imagine que usted no tiene hoy nada que ofrecerles, ¿significa ello que tiene las manos atadas para pujar? No, siempre y cuando sí pueda ofrecerles algo en el futuro. He ahí el fundamento del interés: el exceso de valor de los bienes presentes sobre los bienes futuros o, dicho de otro modo, la utilidad de anticipar la disposición de esos bienes presentes. Por ejemplo, si intercambiamos una casa que vale 200.000 dólares por 220.000 dólares dentro de un año, estamos diciendo que para que el promotor acepte desprenderse de su casa sin recibir nada a cambio durante un año, hay que compensarle en 20.000 dólares (lo que sobre los 200.000 dólares que vale el inmueble, equivale a un interés del 10%). Si los bienes presentes no fueran más valiosos que los futuros, el promotor sería indiferente entre recibir 200.000 dólares hoy o mañana. Pero como es obvio no lo es.
Luego de esta explicación ya podemos ser más formales: los tipos de interés sólo son un precio más dentro del mercado: el precio del tiempo (¡no del dinero!) que depende de la distinta impaciencia de los agentes a la hora de anticipar la disposición de bienes presentes o de aceptar retrasarla. Se trata de un precio que impregnará todas las transacciones en las que participe el tiempo: no sólo en las de tipo monetario y desde luego no sólo en las que tengan lugar en los mercados crediticios. Por dar dos ejemplos muy sencillos: en los contratos de aparecería y en las relaciones laborales hay implícito un tipo de interés. El cesionario aparecero comparte una parte de sus aprovechamientos futuros con el cedente aparcero debido a que éste le adelanta sus factores productivos sin cobrarle nada hasta el momento futuro en el que produzca; lo mismo sucede en las relaciones laborales, donde el capitalista adelanta los salarios (y la maquinaria) a cambio de quedarse con una parte de la producción futura (la famosa plusvalía que Marx jamás comprendió).
Una vez entendido el interés vamos a por lo obvio: ¿qué son los beneficios? Los beneficios son los ingresos que exceden a los costos de producción, de ahí que también se les denomine ingresos netos. Las empresas obtienen sus ingresos vendiendo sus servicios o sus mercancías manufacturadas o minerales extraídos o cultivos cosechados a los consumidores (o a otras empresas que, en última instancia, los venderán a los consumidores) e incurren en costos cuando adquieren o alquilan los factores productivos que necesitan para fabricar o proporcionar esos bienes o servicios. Si los consumidores pagan por las mercancías más de lo que les ha costado fabricarlas, entonces se genera un excedente monetario que se queda en la empresa: los beneficios.
Ahora bien, si nos creemos el cuento chino de la virulenta competencia perfecta entre empresas, en principio parecería lógico que los beneficios cayeran a cero. Las empresas rivalizarían entre sí bajando los precios a los que venden sus productos y subiendo los precios que están dispuestas a pagar por los factores productivos. Empero, nunca, jamás, bajo ninguna circunstancia, un sistema económico lograría funcionar y sobrevivir si todas sus compañías obtuvieran beneficios cero. Y el motivo de esto sólo en parte se debe a que no existe en el mundo real nada parecido a la competencia perfecta; o dicho de otro modo, aun cuando existiera competencia perfecta, los beneficios monetarios no podrían caer a cero.
La razón es que las empresas, cuando adquieren o contratan a un factor productivo, le están adelantando un dinero que sólo recuperarán en el futuro, cuando se complete el proceso de fabricar y comercializar la mercancía. Es decir, el empresario es aquel que, por ejemplo, inmoviliza en su empresa un capital de 1.000.000 dólares durante cinco años para ganar 50.000 dólares anuales en beneficios. Por eso ningún capitalista estará nunca dispuesto a pagarle a los factores tanto como lo que obtendrá por vender sus mercancías: estamos ante la cuestión del tipo de interés que ya expusimos. ¿Acaso usted pagaría 50.000 dólares por un bono que le devolviera dentro de un año solamente esos 50.000 dólares? No, y el empresario tampoco.
En este sentido, tampoco deberíamos dejarnos llevar por las abultadas cifras de ganancias y las presuntamente exiguas cuantías de los salarios. En 2009, por poner un caso europeo, Carrefour ganó más de 580 millones de dólares, pero esas utilidades brutales apenas proporcionaba una rentabilidad del 3,9% a sus accionistas. Así, los miles de propietarios de Carrefour (sus accionistas) han tenido que adelantar e inmovilizar más de 15,000 millones de dólares para obtener, año a año, o dicho de otra manera, aportando unos 19,7 dólares por acción, apenas han logrado 0.675 dólares en 2009. No es un negocio tan redondo como podría parecer: en las cajas municipales de ahorro, habrían conseguido más dinero por intereses que invirtiendo en esa empresa.
Esto último explica el por qué puede desaparecer el tejido productivo si se fuerza a repartir demasiados beneficios. Una empresa puede llegar a desaparecer aun cuando no sufra pérdidas: si no proporciona una rentabilidad atractiva a sus propietarios, éstos simplemente dejarán de reinvertir en ella para reponer y de modernizar sus bienes de equipo.
En otras palabras, una parte del beneficio que obtienen las empresas no es más que el tipo de interés de mercado: la remuneración que logran los capitalistas por ahorrar (abstenerse de consumir) durante el tiempo que están implementando un determinado proceso productivo. Sin esa mínima rentabilidad, los empresarios no reinvertirían sus ahorros en seguir fabricando bienes y regresaríamos a una sociedad salvaje y atomizada donde la división del trabajo sería historia: recuerde que la base del capitalismo no es el consumo, sino el ahorro y que sin éste todo se viene abajo. Por tanto, una parte de los beneficios no son más que la remuneración del empresario por no consumir y financiar todo el proceso productivo; de idéntico modo a que los salarios son la remuneración de los empleados por trabajar.
Dado que no existe ese engendro de la competencia perfecta, muchas empresas suelen obtener unos ingresos netos por encima (en ocasiones muy por encima) de los tipos de interés de mercado. Son los llamados “beneficios extraordinarios” que muchos economistas, en su constante huida de la realidad, suelen atribuir a la existencia de plutocráticos monopolios que dominan el mundo desde Bilderberg o Zúrich y que mucha gente resiente.
En ausencia de restricciones gubernamentales a la competencia, la realidad, sin embargo, es muy otra. Los beneficios extraordinarios se deben a que una empresa va dos pasos por delante del resto de compañías. Dado que todas no hacen lo mismo, no todas sirven igual de bien a los consumidores y por tanto no todas ganan el mismo dinero: unas se forran, otras se ganan el pan y otras pierden hasta la camisa. Google no es Alcoa y ésta no es Virgin Media: en 2010, el primero proporcionó una rentabilidad del 20% para sus accionistas, la segunda un 2% y la tercera un -11%. Así pues, la otra parte de los beneficios empresariales no es más que la remuneración a aquellas empresas que confeccionan excelentes planes de negocio y que le facilitan mucho más la vida al consumidor que la competencia.
¿Que el mercado de materias primas no es perfecto y que las mineras ganan más dinero? Cierto, pero con una tasa fija para todos del 30% de sus utilidades, lo que hacen todas las compañías de Perú que no tienen contrato de estabilidad, las que ganaran más pagarían más. Y las empresas que lo hacen muy bien, tendrían grandes beneficios extraordinarios y pagarían el 30% de ese beneficio extraordinario.
Pero el riesgo que corre el Perú es que, aprovechándose de ese rencor por esas supuestas ganancias exageradas, se obligara a repartir sobre-ganancias y termine pasando lo de siempre: que las empresas desaparezcan no porque no tengan utilidades, sino porque el esfuerzo tributario hace que ya no sea rentable tomarse el trabajo de producir y que encuentren otras formas más sencillas de hacer dinero y se vayan del Perú.
Como siempre digo, tened mucho cuidado con lo que desean, ¡que a veces se hace realidad!