Krugman, el economista neo-keynesiano más conocido de la actualidad y favorito de nuestro presidente, alienta que China aumente el valor del remimbi como si fuese una nueva versión de “la guerra del opio” contra China.
Para quienes hayan podido leer su artículo del New York Times del 24 de junio titulado “The Renminbi Runaround“, podrán comprobar que este economista ganador del premio nobel se ha convertido en todo un inconsciente. Lo más grave aún: sus explicaciones para que se revalue el remimbi carece de justificación económica, tal como confirmaba en profesor Antal E. Feteke.
Los Estados Unidos, con su deuda sin precedentes que aumenta cada minuto en varios millones de dólares, no está en posición de dar lecciones económicas a China. Es curioso que en Estados Unidos acusen a China de jugar con los tipos de cambio, mala fe e incluso mencionen amenazas comerciales. No es China la que debe poner en orden su casa, es Estados Unidos la que tiene que ordenar su déficit y dejar de gastar lo que no tiene.
Según Krugman, el tipo de cambio flotante de las monedas es el orden natural sobre la que se funda el comercio exterior. Y debería saber este economista que no lo es. No podemos olvidar que esta idea es una gran parida: se trata de una idea medio cocinada, inspirado originalmente por John Maynard Keynes y elevado a dogma por Milton Friedman, pero que finalmente ha resultado estar muy cruda. Este régimen nunca ha sido probado como un acuerdo a nivel mundial en toda la historia, y cuando fue aprobada en 1971, resultó ser un desastre sin paliativos. No vayan a creer que este mito de la libre flotación de las monedas fue resultado de un estudio cuidadoso y planificación por parte de los científicos competentes. ¡Que va! La experiencia nos demuestra que la flotación de divisas surgió no de forma natural, sino que fue la forma en la que los Estados Unidos intentó encubrir la desgracia de su quiebra en 1971, resultado de incumplir sus obligaciones de cambio de dólares por oro a los gobiernos de todo el mundo tal como se establecía el acuerdo de Bretton Woods.
Friedman enseñó, erroneamente, que una de las formas de eliminar los desequilibros comerciales -en un mundo donde el oro como último extintor de deuda había desaparecido- era dejar que las divisas flotaran libremente. En teoría los excedentes de moneda de los grandes exportadores harían que su moneda se apreciase, por lo que las exportaciones se desanimaban mientras que las importaciones se animaban. Por el contrario, la moneda del país con déficit se depreciaría lo que animaría las exportaciones mientras disminuían las importaciones. La hipótesis era, hipótesis que ha fracaso totalmente en su comprobación con el mundo real, que este ajuste fuerzas que continuaría hasta que se restablezca la balanza comercial.
Este supuesto efecto, en el mejor de los casos, es efímero. Puede durar tanto como el inventario de los ingredientes que entran en los productos exportados por los países con déficits. Pero en cuanto estos inventarios han agotado y se necesita reponerlos, la euforia llega a su abrupto final. Como consecuencia directa de la depreciación de la moneda del país en déficit, los términos de intercambio internacional se deterioran, mientras que la de los países con excedentes mejora. En particular, el país con déficit tiene la desventaja de pagar más, mientras que el país con superávit tiene la ventaja de pagar precios más bajos para los componentes importados que entran en sus respectivas exportaciones. La competitividad de país con déficit se deteriora, por lo que la libre flotación cambiaria de divisas en lugar de trabajar hacia el equilibrio, trabaja para la perpetuación de los desequilibrios haciéndolos cada vez peor. Arroja los países deficitarios a una espiral de baja de productividad que termina convirtiéndose en un círculo vicioso de la que cada vez es más difícil escapar.
Es lo que la historia parece indicar. Los Friednamitas y neo-keynesianos podrán argumentar muchas cosas contra la refutación que estoy escribiendo, pero yo les pondré un ejemplo para que intenten comprenderme: Hace treinta y cinco años, era Japón el país al que Estados Unidos le pedía que revaluara su moneda. En ese momento un dólar valía más de 300 yenes. Durante las décadas siguientes el dólar ha sido debidamente débilitado hasta el punto que ahora el dólar se vende a menos de 100 yenes. Es decir, el yen se ha apreciado más de triple frente al dólar. ¿Y qué pasó con el déficit comercial de los EE.UU con Japón? Es triste decirlo, en lugar de acercarse a un equilibrio, ha empeorado por diez!
Creo que al presionar a China a seguir el ejemplo de Japón y revaluar el renminbi al alza, Krugman actúa deshonestamente. En efecto, Paul Krugman exige que China tome una pérdida del orden de cientos de miles de millones de renmimbis a sus reservas en moneda extranjera. Recuerden que China lleva sus libros en renmimbis, no en dólares. Por consiguiente, cada pérdida en el valor del dólar en términos del renminbi genera una pérdida inmediata del valor de las reservas en dólares de China en la misma tasa.
Para explicarlo de otro modo, las demandas de Krugman de que China revalue su moneda, bajo amenaza de sanciones comerciales en caso de que China no acepte, implica conceder a los EE.UU. una reducción unilateral de la deuda. Lo normal es que sea el deudor, no en el acreedor, quien tiene que esforzarse para poder pagar sus deudas en cualquier circunstancia. Krugman ha ido mal, como se abrazó la falacia keynesiana de que el la responsabilidad de restablecer el equilibrio no descansa, pero con los deudores con los acreedores. Esta pone la lógica al revés, ya que penaliza el trabajo duro y el ahorro, mientras que la indolencia y gratificante prodigalidad.
Y aparece aquí el riesgo moral, eso que pocos identifican pero que al final es una guía importante en nuestro divino libre albedrío. Porque, ¿cómo puede un país supuestamente solvente, aunque tenga un déficit crónico, y que cumple sus compromisos internacionales demandar una reducción de su deuda? Que China acepta aumentar el valor del remimbi, implica un compromiso con subvención adicional y deducciones automáticas, según las nuevas deudas en las que se haya incurrido. Es una invitación a que Estados Unidos acumule una deuda imprudente. Sería una burla de la idea de la independencia las naciones que comercian entre sí para beneficio mutuo. Sería convertir a China en un vasallo de los EE.UU., un papel que China, con toda dignidad, nunca aceptará.
Con respecto a cómo la disputa comercial con China va a ser resuelta, seguir recurriendo al régimen de tipos de cambio flotantes conducirá a la catástrofe. El mundo va a sucumbir a una guerra comercial y una depresión mucho peor que la de la década de 1930, precisamente porque carece de una válida mecanismo equilibrante para el comercio mundial, y permite la acumulación de déficit sin límite. En este sentido la agresiva amenaza de Krugman a China con sanciones a la víspera de la reunión del G-20 en Toronto es irresponsable, por decir lo menos. El régimen de tipos de cambio flotantes es el opio del mundo. Krugman quiere que el gobierno de los Estados Unidos declarare una nueva guerra del opio a China. Si tiene éxito, esta vez no es China, que terminará en el bando perdedor.
Si Krugman quiere una solución yo se la doy: que volvamos al patrón Oro. Un patrón que autorregula el comercio internacional y que trae beneficios a todos. Pero claro, esto debilitaría a los estados, y nadie está por la labor.